Lo que nos enseñó Almudena

Ha muerto Almudena Grandes y nadie lo siente tanto como su famlia y amigos. Pero detrás, vamos legión. Si no hubiera conocido su posicionamiento ideológico y su temperamento por sus intervenciones públicas, su obra me hubiera llegado igual. Porque más alla de que hablara desde un posicionamiento ideológico, lo hacía desde uno moral: el de quienes saben que la vida no va solo de listos y tontos, de resolutivos y vacilantes, de ganadores y perdedores.

Nuestras virtudes (y defectos) no flotan en una piscina de cloro que vuelve nuestro entorno aséptico y homogéneo, igualando las posibilidades de todos. A unos la vida les va a favor, y a otros a la contra. Uno de los fragmentos televisivos que más rabia me han generado fue en uno de esos programas que enseñan la vida de españoles privilegiados, no recuerdo si era sobre las casas más grandes o los que iban a las discotecas más exclusivas. Vaya por delante mi respeto al patrimonio de cada cual. Lo que me enciende son los ricos que ya lo traían de cuna y se permiten el lujo de llamar tontos a los que, participando en una partida de póquer donde solo uno recibe los ases, pierden. Y eso fue lo que vino a decir un abogada vestida para un baile de disfraces en un elegante hotel madrileño.

Almudena enfocó en sus libros (también en sus columnas en El País) hacia los de los naipes mal repartidos. En sus Episodios de una guerra interminable, nos contó que había colegios de monjas donde se hacía negocio con el trabajo de las niñas internas, que se arrasaban las manos frotando manteles de restaurantes; que los desaprensivos campaban a sus anchas abusando de las mujeres de republicanos encarcelados; o que hubo maquis o exiliados que siguieron luchando y soñando hasta el final con que se hiciera un poco de justicia, con que se reequilibraran algo las manos.

Pero no solo en esos libros aprendimos cosas. En los anteriores supimos que no siempre la hermana «buena» era la que nos querían vender; o que había un momento en la vida en que una mirada nos descubría que contábamos con un poder sobre el otro que desconocíamos; o que ser consecuente con uno mismo no siempre nos lleva a vencer, pero siempre merece la pena, aunque sea para dormir tranquila.

Joder, Almudena, qué solitos nos dejas.

Resultados de un trabajo de campo de 47 años

Necesito compartir mis descubrimientos con el mundo. Son ya 47 años de observación (se cumplieron el pasado 23 de enero) y me ha parecido una cifra suficiente para sacar a la luz estas primeras conclusiones. A ver, primero de todo, me considero una profesional rigurosa del mirar, recoger evidencias y extraer resultados. Pero no soy científica, debo advertirlo. Así que no me pidáis un abstract ni un cálculo de la fiabilidad +/- de este estudio. Pero si a alguien le sirve para llevar un poco mejor esto de cumplir años, me doy por satisfecha.

No es un estudio homogéneo. Cuando era chiquitita, no voy a decir que solo me fijara en tonterías, pero aún no valoraba lo suficiente el concepto «recoger información». Y algunas de las cosas que vi en la infancia no las procesé hasta años después. Supongo que nos pasa a todos. Aprendí que los padres no siempre aciertan, pero que, incluso cuando la fastidian, los que te quieren te dan una tierra fértil sobre la que plantar raíces. Que conocerse es muy difícil, aceptarse cuesta años (a veces más de 40) y gustarse… Bueno, eso no le llega a todo el mundo.

En la adolescencia y primera juventud descubrí que todos somos mucho más frágiles de lo que intentamos aparentar. Y que es un arte tener la suficiente cintura para esquivar los golpes contra la autoestima. Y si logras reforzar la tuya lo bastante para poder ayudar a sostener la de alguien más (o, al menos, no contribuir a minarla) ya has empezado a andar un camino importante.

Luego (en la edad adulta) llega uno de los aprendizajes más importantes: ¡cuánto cuesta todo! A menudo, merece la pena, pero fácil, fácil, no se suele dar. Pero el científico que ha llegado hasta aquí, si ha seguido de forma adecuada las evidencias, no se achanta por eso. Hemos venido a jugar, así que mientras haya cartas sobre la mesa…

Y, por último, el apartado de conclusiones. No hay frase más sabia que «solo sé que no sé nada». Y esta es mía «cuesta lo mismo poner cara de perro que sonreír». Y el secreto final: casi nunca somos tan estupendos como nos gusta creer. Pero, al mismo tiempo, solemos flagelarnos en exceso (quizás para compensar la dureza con la que casi siempre juzgamos a los demás). Así que si alguien me pregunta que tres cosas me llevaría a una isla desierta, respondería humildad, ganas y sonrisas. Iniciamos el camino al año 48 del estudio.

5 consejos para persuadir con tu escritura

A los seres humanos siempre nos han apasionado las historias: las del brujo de la tribu, las de los trovadores, las de los ciegos que recorrían pueblos y plazas, las de los abuelos alrededor del hogar… Y quien dominaba la narrativa (primero oral, después también escrita) contaba con una clara ventaja sobre los demás. Porque la palabra persuade, convence y, a menudo, vence. A raíz de mis clases de comunicación, he preparado una infografía con cinco consejos básicos para escribir cualquier tipo de texto. Espero que os sea de utilidad. Si es así, no dudéis en compartirla.

Infografía: 5 consejos para persuadir con tu escritura

La buena gente

“¡Cómo me gustaría perderte de vista!”, eso le grité, pero fueron los nervios… Estaba enfadada y soy idiota. Me arde la cabeza y tengo ganas de vomitar.

Una mujer intenta calmarme. Me oigo repetir “¡mi niño, mi niño!”. De repente me doy cuenta de que no saben de qué niño hablo, no han visto lo que ha pasado. Si no me calmo, no me podrán ayudar.

Respiro hondo e intento explicarme bien. “Se llama Pablo, es mi hijo, tiene solo cuatro años, nunca había montado en metro y estaba muy nervioso. Y yo con él. No paraba, me ha dado un empujón sin querer y se me ha caído el bolso justo cuando llegaba el metro”.

Mientras hablo, me da tiempo a pensar que estoy dando detalles que no ayudan en nada. Lo pienso, pero no puedo detenerme. “Me he agachado a recoger el bolso sin dejar la mano de Pablo, pero no sé cómo se ha soltado y ha subido al tren. Se han cerrado las puertas, y lo último que me había oído decirle es que me gustaría perderle de vista…”.

Alguien me da agua y me asegura que todo irá bien. Me preguntan que cómo iba vestido Pablo. Le digo que con camiseta roja y pantalón azul marino. “Y es castaño, con los ojos muy grandes, muy guapo…”. Me estoy mordiendo las uñas, noto el sabor del esmalte. Hace 20 años que no me las comía. No sé cuánto rato ha pasado. Solo puedo pensar que Pablo es muy pequeño, y muy confiado. Que se puede ir con cualquier desconocido.

“Ya vienen para aquí, Lucía”. No sé cómo saben mi nombre, yo no creo habérselo dicho, pero me reconforta que lo sepan. Pasa un poco más de tiempo, no sé cuánto, lo veo todo a cámara lenta. Y oigo en sordina, como los personajes de esas películas que han perdido la audición, pero aún no son conscientes de ello, y ven moverse los labios sin escuchar las palabras. Así que cuando suena un “¡mami!” tengo la sensación de que su voz sale de muy lejos. Pero no, está a unos pasos. Lo trae un vigilante de seguridad de una mano. De la otra, una chica joven. Pablo tira de ellos para que se den prisa, y yo por fin vuelvo a ser yo, y puedo gritar y correr de nuevo. Lo cojo en brazos y me lo como a besos. “Estoy bien, mami. Laura dice que soy un niño muy listo, y Raúl que puedo venir a hacer la guardia por los andenes con él cuando quiera”.

Sin soltarlo, abrazo a Laura, y luego a Raúl, y tengo ganas de abrazar al mundo entero. Me explican que es muy espabilado, que no ha perdido los nervios, que ha ido directo a la chica más guapa del vagón (eso lo dice Raúl, y Laura se ruboriza) y le ha explicado que su mami se ha quedado fuera (eso y que estamos de vacaciones, y que su padre se llama Julián, pero no ha podido venir). Laura, que aún tenía trayecto por delante y prisa, se ha bajado del metro con Pablo y han cambiado de andén para dar la vuelta. En esas se han encontrado con Raúl, porque Montse, una de mis buenas samaritanas, había avisado de lo ocurrido por el interfono, y lo han traído juntos. No habrán pasado ni diez minutos, que me han parecido mil. Pablo está encantado, dice que quiere hacerse una foto con todos porque si no su amigo Rafa no le va a creer.

Cuando consigo convencerlo de que nos vayamos –después de haberles dado a todos mi teléfono y de hacerles prometer que vendrán a vernos si pasan por Sevilla –, estallo en lágrimas. “No llores, mamá, si no me hubiera perdido, no habríamos conocido a Raúl y Laura”. Le doy la razón: a veces la vida tiene que dar alguna vuelta fea para que repares en la buena gente. Son mayoría, pero los trenes pasan tan rápido, que no los vemos.

Un relato de Carmen Becerra Fuentes

Cesión

Attribution: Jens Cederskjold

Al día siguiente, los periódicos iban llenos de rumores, más que de noticias ciertas. Todos los artículos estaban encabezados por un “según una fuente del entorno presidencial…”. Pero nadie se atrevía ni a dar como seguras las teorías publicadas, ni a poner nombre a quienes las habían filtrado. Que llegó una oferta del enemigo en el momento justo; que el comité de crisis se había negado a apoyar la decisión; incluso algún diario insinuaba que un alto mando había apuntado con una pistola al presidente…

Lo único en lo que todo el mundo coincidía era que la Tierra se había salvado por unos pocos minutos, tal vez segundos. Que la Tercera Guerra Mundial estuvo a punto de pasar de amenaza latente a catástrofe real. En cualquier caso, era sabido que, pasase lo que pasase, cuando pasó, encontró al líder con el dedo posado sobre el botón que activaba el lanzamiento, y con él la hecatombe final.

Solo había una persona, aparte del presidente, que conocía la verdad: su homólogo en la otra punta del planeta, su enemigo acérrimo. Él era quien había salvado el mundo, después de haberlo puesto al borde del abismo, claro está. ¿Que cómo lo hizo?: cediendo, como siempre acaba siendo imprescindible para llevar a buen fin una negociación. Le hizo llegar un escueto mensaje al hombre del botón letal y del temple escaso. Decía lo siguiente: “De acuerdo, lo reconozco, eres más guapo y tienes mejor pelo que yo”. Quizá por eso, antes de cancelar el lanzamiento, hay quien dice que vio al presidente sonreír picarón y pasarse la mano por su cabello color panocha.

Un relato de Carmen Becerra Fuentes

Runners

running-runner-long-distance-fitness-40751.jpeg“Lose Yourself”, de Eminem, empieza a escalar en mis oídos. Yo también lo hago, enfilando la cuesta más empinada del itinerario. Llevo casi tres horas corriendo –lo calculo a ojo, no tengo reloj, ni hay ninguno a la vista –y empieza a dolerme el costado. Intento coger aire, no puedo parar todavía. Si el cálculo es acertado, aún necesito seguir al menos media hora más. Mi ropa técnica está empapada, buena cosa.

“Sigue, sigue, sigue”, “tú puedes, tú puedes, tú puedes”. Automotivación. Una estupidez como otra cualquiera con la que nos preparan los instructores antes de salir, cada mañana. Añado alguna de cosecha propia, como “eres guapa, eres lista, eres amada”. Me lo decía mi madre cuando era chiquita. Ahora me suena un poco estúpido. Si lo fuera de verdad, tal vez estaría entre los que esperan a los que corren y no entre los que lo hacen.

Me llega por los cascos “Stronger”, de Kanye West. Tengo que reconocer que hacen una buena selección. Van graduando la intensidad de las canciones pensando en cuándo puedes requerir un chute de adrenalina, vía música. Y solo Dios sabe lo necesarios que son. Cada vez más. Adelanto a Sonia. Me ha parecido ver que hoy le flaquean las fuerzas. No la saludo. Los primeros días sí, incluso hablábamos parte del recorrido. Luego vimos que nos perjudicaba. Nos faltaba el aire y, además, nos llevaba a crear una apariencia de camaradería que no podemos permitirnos.

Me duelen los pies pese a llevar las mejores zapatillas del mercado, personalizadas para cada uno de nosotros. Para que aguantemos, para evitar calambres, llagas… En fin, a su manera nos cuidan. Me muerdo el labio y me hago sangre. Ha sido un acto reflejo, un castigo auto infligido por haber sido benévola con ellos. Ni de obra, ni de pensamiento. No flaquear, no llorar, no sentir que les debo nada. Es al revés, ellos son gracias a mí.

Noto la cámara de reserva de sudor de mi camiseta muy llena. Debo estar acabando por hoy. Pese a los cascos, escucho jaleo detrás de mí. Es normal, somos muchos los que corremos en el estadio en este turno. Sin embargo, algo me dice que debo girarme. Veo a Sonia en el suelo y a los recoge-runners llevándosela. Corro hacia ella. Les grito que la dejen, que puede seguir un poco más, que yo la ayudo. Alguien me agarra por el brazo y me retiene. Me arranca un auricular y me susurra “¿quieres ser la siguiente?”.

Tengo ganas de llorar y un nudo prieto en la garganta. Me zafo de la mano del compañero –Juan, creo que se llama –y mi alarma de final de jornada empieza a vibrar. Me acompañan a la salida del circuito y, como cada día, una recolectora me desnuda con cuidado en el vestuario. Veo cómo se lleva mi ropa, que será procesada hasta destilar la última gota de mi sudor, junto a la de todos los runners de mi turno en el resto del país. Luego la procesarán para su potabilización. Y la guardarán. Dicen que aún no la están usando, pero que quedan pocas reservas de agua. Que debemos estar contentos, porque a los que aún somos jóvenes y corremos bien no nos dejarán morir de sed, siempre tendremos una pequeña ración garantizada. ¿Siempre?

Nos vemos en las Ramblas

No soy barcelonesa, nací en Badalona y siempre he vivido en Santa Coloma. Sin embargo, si para cualquier catalán Barcelona es «su» ciudad (aunque no lo diga en el padrón) para los que vivimos a dos pasos y hemos hecho de la capital nuestro lugar de trabajo, de ocio y de afectos Barcelona es nuestra. Y después del 17 de agosto, aún más.

Cuando mi padre emigró a Barcelona hace más de 50 años (desde un pueblo donde seguramente la Rambla no hubiese cabido entera) estuvo a punto de intercambiarse direcciones de las casas con «mestressa» (señoras o familias que alquilaban habitaciones al alud de inmigrantes que llegaban de toda España) con un amigo que hizo en el tren. Pero mi padre le dijo que no hacía falta, que ya se verían «por las Ramblas». Había escuchado que todo el mundo que llegaba acababa paseando por aquel boulevard, que él imaginaba parecido a la calle mayor de su pueblo. Como es de suponer, nunca se reencontraron.

No recuerdo la primera vez que las visité. Sí que en aquella época, desde Santa Coloma, cuando aún no teníamos metro, la capital parecía lejana. Me viene a la memoria una profesora de catalán en el instituto, Josepa, catalana, ella sí, desde hacía varias generaciones, que se enfadó mucho con nosotros cuando empezó a citar algunas estatuas de autores repartidas por Barcelona y ninguna nos sonaba. Todavía no habíamos descubierto muchos de los rincones de la gran ciudad que luego nos resultarían cotidianos.

Durante ocho años, en dos periodos diferentes, he trabajado a un paso de las Ramblas. En uno de ellos, preparaba dossiers de prensa, así que en el turno de fin de semana recogía a las 8 de la mañana (cruzándome con gente de mi edad que venía de juerga) un enorme paquete de periódicos en un kiosco de la zona, uno de los que han vivido el horror de presenciar y sufrir un atentado terrorista. También he comprado diarios, por el gusto de hacerlo, cuando he salido de fiesta por el barrio. Para una periodista, la Rambla y sus kioscos siempre abiertos son un goce para la vista, incluso ahora que cada vez venden más souvenirs y menos prensa.

Les Rambles, Plaça Catalunya (qué tristeza ver los puestos de comida para palomas abandonados tras el atentado y la plaza desierta), Liceu (también trabajaba cerca cuando se incendió, y sobre ese desastre escribí una de mis primeras prácticas para la facultad), Drassanes (media área metropolitana hemos estudiado idiomas allí), las calles del Raval (donde tomábamos sangría en mesas en las que se te pegaban los codos)… Todo eso es nuestro patrimonio, nuestro espacio de vida y el custodio de algunos de nuestros recuerdos más queridos. Y quiero seguir acumulando más: más recuerdos, más vivencias compartidas, más alegría, más mezcla, más convivencia…

Costará volver a mirar las Ramblas con los mismos ojos sin acordarnos de las personas que fallecieron en el atentado. Duele ver sus caras en los periódicos y pensar en los planes o las casualidades que los llevaron allí en ese momento; el saber que nadie merece algo así y que le tocó a ellos como nos podría haber tocado a cualquiera. Cualquier cosa que se diga (ánimo, el dolor irá disminuyendo…) suena a tópico, a algo muy pequeño ante un mazazo tan grande. Poco más se puede añadir, solo que lo sentimos mucho y que ojalá nadie tuviera que volver a pasar por algo así. Nunca, en ningún lugar.

 

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A mis madres

Soy una mujer afortunada que antes fue una niña con suerte. Tener tener, tengo una única (y magnífica) madre. Pero crecí en una época en la que la «familia extendida» era una realidad. Además, era bisnieta, nieta e hija de mujeres que habían sido madres jóvenes. Así que disfrutaba a diario no solo de mi madre (sí, con las madres también se disfruta, no todo son regañinas para que comas pescado o hagas los deberes), sino también de mi abuela y de mi bisabuela. Un lujo.

De todas aprendí mucho. Creo que puedo mirarme en el espejo de cada una de ellas; en uno u otro sentido, me parezco a todas: a Mamachón (el apelativo familiar de mi bisabuela), a mi abuela Encarna, y a mi madre Carmen. Mamachón era lista y persuasiva, sabía ganarse a la gente, algo que hacía de modo natural, sin tener que forzarlo. Mi abuela era práctica, honesta y fiel a los suyos hasta el final. Y mi madre… Mi madre es buena hasta decir basta, fuerte, tierna.

Mis hijos no han conocido a sus bisabuelas, y perdieron a su abuela Teresa muy pronto. Eso sí, su abuela Carmen está muy presente en sus (nuestras) vidas, igual que el abuelo Manuel. Le debemos mucho a esa cadena de mujeres que nos da raíces sólidas. No es fácil hacerlo bien. Cuando le toca a una misma, se da cuenta. Y entonces, si no lo habías hecho ya, pones en valor el trabajo de tu madre. Porque no hay empleo más longevo y exigente. Tampoco mejor pagado. Aunque el salario suele ser en sonrisas, en besos y abrazos y en riadas de orgullo materno. ¡Feliz Día de la Madre, mamá!

5 cosas que he aprendido este 2016

david-cunaSí, sólo cinco. En realidad, no está tan mal. Hay quien pasa por su vida (algunas muy largas) sin aprender demasiadas más. Mi aprendizaje tiene que ver con algo fantástico que nos ha pasado este año que acaba: el nacimiento de David, nuestro segundo hijo. Así que algunas, más que aprendidas, son recordadas, pues ya ocurrieron, con no demasiadas diferencias, cuando nació Sara. Vamos a ello:

  • Estar embarazada es maravilloso… a ratos: sí, es muy especial traer nuevas vidas a este mundo. Sí, hay momentos muy emocionantes. Sí, no cambiarías ser madre por ninguna otra experiencia. Lo que sí cambiarías por casi cualquier otra cosa son las varices, los dolores de espalda, el jarabe asqueroso de la prueba de la glucosa, la ansiedad porque algo pueda torcerse, los dolores de parto… Así que nada de mitificarlo.
  • La mano izquierda es útil: y más hábil de lo que los diestros solemos suponerle. De eso te das cuenta cuando tienes que preparar el biberón con una mano mientras sujetas en brazos a tu bebé con la otra para que no te la líe.
  • Los amaneceres desde la ventana de tu casa tienen su aquel: sí, ya lo sé, no es lo mismo que verlos desde el Café del Mar, pero cuando te levantas legañosa a las 6 de la mañana para dar el pecho, te agarras a la recompensa de ver salir el sol como a un clavo ardiendo.
  • Posees superoído: sí, es uno de los superpoderes de madres recién paridas. No hace falta ni que empiece a llorar, lo escuchas hasta sin walkie talkies desde dos habitaciones más allá. Y no es un poder compartido. El padre de la criatura (y la hermana) suelen dormir a pierna suelta pese a los berreos.
  • Tiempo para ti, ¿y eso qué dices que es?: aun siendo el segundo hijo, una vuelve a pensar las mismas tonterías, tipo «durante la baja podré sacar tiempo para leer, escribir…» y hacer esas cosas que cuando trabajas fuera de casa a menudo tienes que aparcar. ¿Que si lo he conseguido? Bueno, en 2015 escribí un post mensual y casi 30.000 personas visitaron este blog. En 2016 no sé cuántas visitas he tenido, pero sí sé que este es el primer artículo que escribo en 2016. Rozando el larguero…

Mis propósitos para 2016 empiezan con saber agradecer lo bueno de 2016, echarse lo malo a la espalda y seguir luchando por mi gente sin olvidar mis sueños. Para atrás, ni para coger impulso ¡Feliz 2017 a todos!

Los números de 2015

29.000 personas han pasado por mi blog en 2015. Y eso pese a que no ha sido uno de mis años más productivos en wordpress. Así que, en este 2015 que acaba especialmente, ¡29.000 gracias! Y ahora os animo a ver el estupendo resumen que sobre Literatura y más ha preparado WordPress. Palabra clave, de nuevo, Nelson Mandela.

Aquí hay un extracto:

La sala de conciertos de la Ópera de Sydney contiene 2.700 personas. Este blog ha sido visto cerca de 29.000 veces en 2015. Si fuera un concierto en el Sydney Opera House, se se necesitarían alrededor de 11 presentaciones con entradas agotadas para que todos lo vean.

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