
Ha muerto Almudena Grandes y nadie lo siente tanto como su famlia y amigos. Pero detrás, vamos legión. Si no hubiera conocido su posicionamiento ideológico y su temperamento por sus intervenciones públicas, su obra me hubiera llegado igual. Porque más alla de que hablara desde un posicionamiento ideológico, lo hacía desde uno moral: el de quienes saben que la vida no va solo de listos y tontos, de resolutivos y vacilantes, de ganadores y perdedores.
Nuestras virtudes (y defectos) no flotan en una piscina de cloro que vuelve nuestro entorno aséptico y homogéneo, igualando las posibilidades de todos. A unos la vida les va a favor, y a otros a la contra. Uno de los fragmentos televisivos que más rabia me han generado fue en uno de esos programas que enseñan la vida de españoles privilegiados, no recuerdo si era sobre las casas más grandes o los que iban a las discotecas más exclusivas. Vaya por delante mi respeto al patrimonio de cada cual. Lo que me enciende son los ricos que ya lo traían de cuna y se permiten el lujo de llamar tontos a los que, participando en una partida de póquer donde solo uno recibe los ases, pierden. Y eso fue lo que vino a decir un abogada vestida para un baile de disfraces en un elegante hotel madrileño.
Almudena enfocó en sus libros (también en sus columnas en El País) hacia los de los naipes mal repartidos. En sus Episodios de una guerra interminable, nos contó que había colegios de monjas donde se hacía negocio con el trabajo de las niñas internas, que se arrasaban las manos frotando manteles de restaurantes; que los desaprensivos campaban a sus anchas abusando de las mujeres de republicanos encarcelados; o que hubo maquis o exiliados que siguieron luchando y soñando hasta el final con que se hiciera un poco de justicia, con que se reequilibraran algo las manos.
Pero no solo en esos libros aprendimos cosas. En los anteriores supimos que no siempre la hermana «buena» era la que nos querían vender; o que había un momento en la vida en que una mirada nos descubría que contábamos con un poder sobre el otro que desconocíamos; o que ser consecuente con uno mismo no siempre nos lleva a vencer, pero siempre merece la pena, aunque sea para dormir tranquila.
Joder, Almudena, qué solitos nos dejas.