No soy barcelonesa, nací en Badalona y siempre he vivido en Santa Coloma. Sin embargo, si para cualquier catalán Barcelona es «su» ciudad (aunque no lo diga en el padrón) para los que vivimos a dos pasos y hemos hecho de la capital nuestro lugar de trabajo, de ocio y de afectos Barcelona es nuestra. Y después del 17 de agosto, aún más.
Cuando mi padre emigró a Barcelona hace más de 50 años (desde un pueblo donde seguramente la Rambla no hubiese cabido entera) estuvo a punto de intercambiarse direcciones de las casas con «mestressa» (señoras o familias que alquilaban habitaciones al alud de inmigrantes que llegaban de toda España) con un amigo que hizo en el tren. Pero mi padre le dijo que no hacía falta, que ya se verían «por las Ramblas». Había escuchado que todo el mundo que llegaba acababa paseando por aquel boulevard, que él imaginaba parecido a la calle mayor de su pueblo. Como es de suponer, nunca se reencontraron.
No recuerdo la primera vez que las visité. Sí que en aquella época, desde Santa Coloma, cuando aún no teníamos metro, la capital parecía lejana. Me viene a la memoria una profesora de catalán en el instituto, Josepa, catalana, ella sí, desde hacía varias generaciones, que se enfadó mucho con nosotros cuando empezó a citar algunas estatuas de autores repartidas por Barcelona y ninguna nos sonaba. Todavía no habíamos descubierto muchos de los rincones de la gran ciudad que luego nos resultarían cotidianos.
Durante ocho años, en dos periodos diferentes, he trabajado a un paso de las Ramblas. En uno de ellos, preparaba dossiers de prensa, así que en el turno de fin de semana recogía a las 8 de la mañana (cruzándome con gente de mi edad que venía de juerga) un enorme paquete de periódicos en un kiosco de la zona, uno de los que han vivido el horror de presenciar y sufrir un atentado terrorista. También he comprado diarios, por el gusto de hacerlo, cuando he salido de fiesta por el barrio. Para una periodista, la Rambla y sus kioscos siempre abiertos son un goce para la vista, incluso ahora que cada vez venden más souvenirs y menos prensa.
Les Rambles, Plaça Catalunya (qué tristeza ver los puestos de comida para palomas abandonados tras el atentado y la plaza desierta), Liceu (también trabajaba cerca cuando se incendió, y sobre ese desastre escribí una de mis primeras prácticas para la facultad), Drassanes (media área metropolitana hemos estudiado idiomas allí), las calles del Raval (donde tomábamos sangría en mesas en las que se te pegaban los codos)… Todo eso es nuestro patrimonio, nuestro espacio de vida y el custodio de algunos de nuestros recuerdos más queridos. Y quiero seguir acumulando más: más recuerdos, más vivencias compartidas, más alegría, más mezcla, más convivencia…
Costará volver a mirar las Ramblas con los mismos ojos sin acordarnos de las personas que fallecieron en el atentado. Duele ver sus caras en los periódicos y pensar en los planes o las casualidades que los llevaron allí en ese momento; el saber que nadie merece algo así y que le tocó a ellos como nos podría haber tocado a cualquiera. Cualquier cosa que se diga (ánimo, el dolor irá disminuyendo…) suena a tópico, a algo muy pequeño ante un mazazo tan grande. Poco más se puede añadir, solo que lo sentimos mucho y que ojalá nadie tuviera que volver a pasar por algo así. Nunca, en ningún lugar.