La buena gente

“¡Cómo me gustaría perderte de vista!”, eso le grité, pero fueron los nervios… Estaba enfadada y soy idiota. Me arde la cabeza y tengo ganas de vomitar.

Una mujer intenta calmarme. Me oigo repetir “¡mi niño, mi niño!”. De repente me doy cuenta de que no saben de qué niño hablo, no han visto lo que ha pasado. Si no me calmo, no me podrán ayudar.

Respiro hondo e intento explicarme bien. “Se llama Pablo, es mi hijo, tiene solo cuatro años, nunca había montado en metro y estaba muy nervioso. Y yo con él. No paraba, me ha dado un empujón sin querer y se me ha caído el bolso justo cuando llegaba el metro”.

Mientras hablo, me da tiempo a pensar que estoy dando detalles que no ayudan en nada. Lo pienso, pero no puedo detenerme. “Me he agachado a recoger el bolso sin dejar la mano de Pablo, pero no sé cómo se ha soltado y ha subido al tren. Se han cerrado las puertas, y lo último que me había oído decirle es que me gustaría perderle de vista…”.

Alguien me da agua y me asegura que todo irá bien. Me preguntan que cómo iba vestido Pablo. Le digo que con camiseta roja y pantalón azul marino. “Y es castaño, con los ojos muy grandes, muy guapo…”. Me estoy mordiendo las uñas, noto el sabor del esmalte. Hace 20 años que no me las comía. No sé cuánto rato ha pasado. Solo puedo pensar que Pablo es muy pequeño, y muy confiado. Que se puede ir con cualquier desconocido.

“Ya vienen para aquí, Lucía”. No sé cómo saben mi nombre, yo no creo habérselo dicho, pero me reconforta que lo sepan. Pasa un poco más de tiempo, no sé cuánto, lo veo todo a cámara lenta. Y oigo en sordina, como los personajes de esas películas que han perdido la audición, pero aún no son conscientes de ello, y ven moverse los labios sin escuchar las palabras. Así que cuando suena un “¡mami!” tengo la sensación de que su voz sale de muy lejos. Pero no, está a unos pasos. Lo trae un vigilante de seguridad de una mano. De la otra, una chica joven. Pablo tira de ellos para que se den prisa, y yo por fin vuelvo a ser yo, y puedo gritar y correr de nuevo. Lo cojo en brazos y me lo como a besos. “Estoy bien, mami. Laura dice que soy un niño muy listo, y Raúl que puedo venir a hacer la guardia por los andenes con él cuando quiera”.

Sin soltarlo, abrazo a Laura, y luego a Raúl, y tengo ganas de abrazar al mundo entero. Me explican que es muy espabilado, que no ha perdido los nervios, que ha ido directo a la chica más guapa del vagón (eso lo dice Raúl, y Laura se ruboriza) y le ha explicado que su mami se ha quedado fuera (eso y que estamos de vacaciones, y que su padre se llama Julián, pero no ha podido venir). Laura, que aún tenía trayecto por delante y prisa, se ha bajado del metro con Pablo y han cambiado de andén para dar la vuelta. En esas se han encontrado con Raúl, porque Montse, una de mis buenas samaritanas, había avisado de lo ocurrido por el interfono, y lo han traído juntos. No habrán pasado ni diez minutos, que me han parecido mil. Pablo está encantado, dice que quiere hacerse una foto con todos porque si no su amigo Rafa no le va a creer.

Cuando consigo convencerlo de que nos vayamos –después de haberles dado a todos mi teléfono y de hacerles prometer que vendrán a vernos si pasan por Sevilla –, estallo en lágrimas. “No llores, mamá, si no me hubiera perdido, no habríamos conocido a Raúl y Laura”. Le doy la razón: a veces la vida tiene que dar alguna vuelta fea para que repares en la buena gente. Son mayoría, pero los trenes pasan tan rápido, que no los vemos.

Un relato de Carmen Becerra Fuentes

Por qué escriben los escritores

Samuel Beckett. Imagen de John Haynes que ilustra la Beckett International Foundation

Una de las respuestas más repetidas cuando a un escritor le preguntan por qué escribe es que le permite vivir otras vidas (algo similar a lo que responden muchos actores). Aunque no me dedico a la escritura de ficción de forma profesional (a la de no ficción sí, siempre he trabajado como periodista), dudo que mis motivos sean muy diferentes a los de los autores consagrados (dejando aparte la cuestión monetaria, porque con lo que me da Cedro por mis cuentos publicados, no me compro ni un Chupa Chups). Así que ahí van.

Escribir, inventar, te permite llevar a cabo todas aquellas acciones que en la vida real (por miedo a las consecuencias, por pudor, por falta de decisión, porque las posibilidades de hacerlo te son esquivas…) te están vetadas. Por ejemplo, pavonearte ante un antiguo amor que te dejó y demostrale lo tonto que fue; o cantarle las cuarenta a un jefe déspota; o, simplemente, ser borde por un día con quien te dé la gana, que ya estás harta de ser la única que no se permite tener un mal día (o demostrar que lo tiene).

¿Y qué me decís de las réplicas ingeniosas? Seguro que has revivido cientos de veces una situación en la que te faltó agilidad mental y has pensado «tendría que haberle dicho esto, o lo otro, y el final de la historia hubiese sido distinto». Pues amigos, cuando escribes, tienes todo el tiempo del mundo para madurar la respuesta, para buscar la frase idónea. ¿No es genial?

Otro estupendo motivo: conjurar el miedo. Puedes llevar a tus personajes a pasar por esos trances que te atemorizan. No sé, que te encarcelen injustamente, el dolor físico, la ruina económica… Si tus criaturas ficticias (en el fondo, tú) ya han pasado por ello, disminuyen tus probabilidades estadísticas de que le toque también a tu yo real (es una teoría peregrina, pero consuela).

Para entender, para entenderse. ¿Has escrito alguna vez un diario? ¿Has hecho una lista de pros y contras antes de tomar una decisión? Estabas intentando poner orden en tu cerebro. O, en un alarde de osadía, en el mundo. Enfrentarse a un papel obliga a reflexionar. Lo que no se dice no existe. Lo que no se escribe, a menudo, no se entiende. 

Y frente al demasiado dramático para mi gusto «sin escribir no sé vivir», un simple «escribo porque me gusta hacerlo». Como colofón, una frase de Samuel Beckett, el genial autor que ilustra esta entrada: «Las palabras son todo lo que tenemos». No se puede decir más con menos.