Tanto leer, tanto leer…

No voy a descubrir la sopa de ajo si advierto de los peligros de la lectura. Es algo que ya hizo (pésimo marketing editorial; suerte que tuvo un efecto rebote) un tal Cervantes hace cientos de años en un libro de cuyo nombre no quiero acordarme.
Pero sí, hay muchos que piensan que consumir demasiada letra impresa tiene efectos
nocivos. O que, como mínimo, es una rareza digna de señalarse. Así lo reflejaba Josep Maria Espinàs (prolífico y buen escritor y periodista) en un artículo. Contaba como un amigo suyo, gran lector al igual que su mujer, olvidó en una escapada de Semana Santa los libros que tenía planeado llevarse (y no sólo para tener que pagar exceso de equipaje: los pensaba leer). Se aprovisionó de cuatro volúmenes en la librería del aeropuerto. Al ir a pagar, la cajera le miró entre admirada y curiosa antes de preguntarle: ¿Es usted coleccionista de libros? La dependienta pensó que tal acumulación sólo podía tener por objeto eso, el atesoramiento de volúmenes, en ningún caso el placer de la lectura.
Una sensación similar a la que imagino tuvo ese hombre me asaltó en el metro, hace unos años. Me dirigía al trabajo un viernes a eso de las 5 y media de la mañana. Como siempre, iba enfrascada en la lectura. Frente a mí se sentaron dos chicas -no mucho más jóvenes que yo- que volvían de juerga. Las vi, de reojo, mirarse alarmadas,
y oí como una le susurraba a la otra: «Está leyendo. ¡Está loca! Reconozco que a esa hora emprender cualquier actividad es algo cercano a la locura (como se suele decir, las calles no están puestas), pero puestos a elegir, prefería mis libros a cualquier otra opción.                                                                                                                           Los jóvenes sí leen, pero no todos. A algunos nadie ha sabido transmitirles a tiempo lo divertido, emocionante, vibrante, epatante (me cuadraba la rima, lo siento) que puede ser la lectura. He llorado leyendo en el metro. Unas veces de risa, otras de emoción. No cambio por nada los ratos que me han hecho pasar lecturas tan dispares como El laberinto de las aceitunas, El corazón heladoLa mujer desnuda o Carta de una desconocida. A menudo alzo la vista y me encuentro a alguien mirándome. Entonces caigo en la cuenta de que estoy sonriendo, o de que afirmo con la cabeza repetidamente, o me  indigno en voz audible para mis compañeros de viaje.
Estos días leo Un niño afortunado, donde el juez de la Corte Penal Internacional Thomas Buergenthal explica cómo fue su niñez, que incluyó el paso por Auschwitz y la pérdida de su padre. Y me emociono al ver las fotos familiares previas a la tragedia, fiel
estampa de la felicidad y la seguridad que deberían componer la niñez de todos. Y me admiran la entereza, la dignidad, la fuerza y la capacidad de amor y de superación del niño que sobrevivió al horror y se ha consagrado a la defensa de los derechos humanos. Sigo convencida de que leer despierta conciencias, hace más feliz a la
gente. Y a la gente feliz le cuesta más odiar.                                                                 Para acabar, otra anécdota. Una amiga mía le comentaba a otra, en presencia de su
hijo adolescente, algo sobre una novela. El chaval preguntó «¿qué es una novela?» Superado el pasmo inicial, mi amiga se consiguió hacer entender y él dijo «¡Ah, un libro!». Por favor, si pueden, extiendan el amor por la lectura. Es altamente contagioso y
los nuevos locos se lo acabarán agradeciendo.                                                      (Artículo escrito en abril de 2008 en mi anterior blog, que pasó a mejor vida).