Encuentro decisivo (microrrelato)

TMB_Barcelona_MetroSi alguien me hubiese advertido de que esa mañana conocería al hombre de mi vida, me hubiese, no sé, maquillado; habría escogido mi atuendo con más detenimiento y me habría perfumado con la colonia de las ocasiones especiales. Claro que, bien pensado, al hombre de mi vida no le preocupan tales fruslerías. Es capaz de ver a través de todo eso. Adivinar que bajo mis pantalones viejos –y mi camiseta negra, parduzca por el uso –se  esconde un cuerpo que guarda las claves para seducirle. Que mi olor a gel de supermercado enmascara el aroma dulce de mi piel. Y que mi cara lavada es bonita por sí misma.

El caso es que, como leí en algún sitio, la vida no avisa. Así que aquel día subí al metro tan poco arreglada como en cualquier otra ocasión. Mi táctica de calcular dónde situarme para coger puerta –y, por tanto, tener opción a asiento –falló estrepitosamente. Pasé al plan B: estudiar a los pasajeros para adivinar cuál tenía más opciones de bajar antes de Sagrera. Me situé de cara a la chica por la que aposté, haciendo acopio de años de cálculo de probabilidades. Saqué mi libro y empecé a leer, sin dejar de vigilar a mi objetivo de reojo. En una de esas miradas de soslayo, me fijé en el hombre que se sentaba junto a ella. Era ÉL. Alto, moreno, ojos oscuros, labios gruesos de los que piden mordisquitos. ÉL sí parecía haber intuido nuestro encuentro. Ropa informal pero elegida a conciencia. El perfume justo para hacerse notar sin empalagar. Y muy masculino. Rasurado perfecto. Todo perfecto.

ÉL también leía: un libro de Paul Auster (¡coincidíamos en gustos!, premonitorio).  Necesitaba llamar su atención. Sería más fácil si mi objetivo abandonaba el asiento pronto. Nos acercábamos a Fabra i Puig. Está bien, explicaré mi método. La chica llevaba una carpeta de la Autònoma. Ergo, si iba a la UAB, era probable que bajase en Fabra para coger el tren a Cerdanyola. “Propera parada, Fabra i Puig”. La pasajera molesta hizo ademán de levantarse. Me puse de perfil para dejarla pasar y, con una hábil maniobra, bloqueé el paso de una señora que intentaba fintarme para quedarse con mi anhelado sitio.

Ya colocada junto a ÉL aparenté seguir leyendo, pero me temblaban las manos por la emoción de lo que estaba a punto de pasar. Una parada. Otra parada. Una más. Quizás “a punto” no fuese la expresión más adecuada. Mi chico aún no había reparado en mi presencia. Empecé a carraspear. Primero flojito, aumentando de forma progresiva la intensidad de mis toses. “¿Estás bien? ¿Quieres un caramelo?”. Balbuceé algo parecido a un “sí, gracias” y ÉL me alargó una pastilla balsámica, para acto seguido levantarse y marcharse en la siguiente estación, sin darme tiempo a reaccionar. Anoté mentalmente la parada en la que había bajado y el nombre de la salida que tomó. También la hora en la que lo descubrí, y el vagón en el que se sentó.

Hace dos semanas que esto que relato ocurrió. No lo he vuelto a ver, y no se lo he contado a nadie. Ni siquiera a mi madre, que piensa que soy demasiado joven para entablar una relación. No quiero asustarla con la intensidad de nuestros sentimientos, ni con el desenlace inevitable que acabará en una boda relámpago (ninguno de los dos podrá esperar demasiado para unir nuestras vidas; noté su impaciencia por cómo salió en mi auxilio con el caramelo). Ahora vivo por y para ÉL. Esperando el momento en que se crucen de nuevo nuestros caminos y me confiese que también lo sabe: que es el hombre de mi vida.

Tanto leer, tanto leer…

No voy a descubrir la sopa de ajo si advierto de los peligros de la lectura. Es algo que ya hizo (pésimo marketing editorial; suerte que tuvo un efecto rebote) un tal Cervantes hace cientos de años en un libro de cuyo nombre no quiero acordarme.
Pero sí, hay muchos que piensan que consumir demasiada letra impresa tiene efectos
nocivos. O que, como mínimo, es una rareza digna de señalarse. Así lo reflejaba Josep Maria Espinàs (prolífico y buen escritor y periodista) en un artículo. Contaba como un amigo suyo, gran lector al igual que su mujer, olvidó en una escapada de Semana Santa los libros que tenía planeado llevarse (y no sólo para tener que pagar exceso de equipaje: los pensaba leer). Se aprovisionó de cuatro volúmenes en la librería del aeropuerto. Al ir a pagar, la cajera le miró entre admirada y curiosa antes de preguntarle: ¿Es usted coleccionista de libros? La dependienta pensó que tal acumulación sólo podía tener por objeto eso, el atesoramiento de volúmenes, en ningún caso el placer de la lectura.
Una sensación similar a la que imagino tuvo ese hombre me asaltó en el metro, hace unos años. Me dirigía al trabajo un viernes a eso de las 5 y media de la mañana. Como siempre, iba enfrascada en la lectura. Frente a mí se sentaron dos chicas -no mucho más jóvenes que yo- que volvían de juerga. Las vi, de reojo, mirarse alarmadas,
y oí como una le susurraba a la otra: «Está leyendo. ¡Está loca! Reconozco que a esa hora emprender cualquier actividad es algo cercano a la locura (como se suele decir, las calles no están puestas), pero puestos a elegir, prefería mis libros a cualquier otra opción.                                                                                                                           Los jóvenes sí leen, pero no todos. A algunos nadie ha sabido transmitirles a tiempo lo divertido, emocionante, vibrante, epatante (me cuadraba la rima, lo siento) que puede ser la lectura. He llorado leyendo en el metro. Unas veces de risa, otras de emoción. No cambio por nada los ratos que me han hecho pasar lecturas tan dispares como El laberinto de las aceitunas, El corazón heladoLa mujer desnuda o Carta de una desconocida. A menudo alzo la vista y me encuentro a alguien mirándome. Entonces caigo en la cuenta de que estoy sonriendo, o de que afirmo con la cabeza repetidamente, o me  indigno en voz audible para mis compañeros de viaje.
Estos días leo Un niño afortunado, donde el juez de la Corte Penal Internacional Thomas Buergenthal explica cómo fue su niñez, que incluyó el paso por Auschwitz y la pérdida de su padre. Y me emociono al ver las fotos familiares previas a la tragedia, fiel
estampa de la felicidad y la seguridad que deberían componer la niñez de todos. Y me admiran la entereza, la dignidad, la fuerza y la capacidad de amor y de superación del niño que sobrevivió al horror y se ha consagrado a la defensa de los derechos humanos. Sigo convencida de que leer despierta conciencias, hace más feliz a la
gente. Y a la gente feliz le cuesta más odiar.                                                                 Para acabar, otra anécdota. Una amiga mía le comentaba a otra, en presencia de su
hijo adolescente, algo sobre una novela. El chaval preguntó «¿qué es una novela?» Superado el pasmo inicial, mi amiga se consiguió hacer entender y él dijo «¡Ah, un libro!». Por favor, si pueden, extiendan el amor por la lectura. Es altamente contagioso y
los nuevos locos se lo acabarán agradeciendo.                                                      (Artículo escrito en abril de 2008 en mi anterior blog, que pasó a mejor vida).