Cuentos con sabor a verano (1): Cabezonadas

No sé si habrá un 2 pero, de momento, os dejo un microrrelato que he escrito sobre los viajes y el verano. Espero que os guste.

Carreteras-secundariasCABEZONADAS

A cabezón no le gana nadie. Por eso no sirvieron de nada mis protestas ni las de nuestras hijas. Que si íbamos por la Nacional nos perderíamos lo mejor del viaje. Ese era su argumento. El nuestro, que en un coche atestado de maletas y sin aire acondicionado, una vía rápida era la única opción.

Empezamos a perdonarle tras conocer a Ignacio, el pastor que nos mostró cómo su perra, Luna, mantenía a raya a las ovejas. Luego comimos migas con boquerones en un mesón, y nos enseñaron a beber del botijo. Después de eso, ¿qué podíamos hacer? Reconocer nuestra derrota y  plantarle un par de besos. Por cabezón.

Carmen Becerra, julio de 2013.

Aún hay clases

«A la cola, como todo el mundo». Eso le dije a aquel españolito medio que había avanzado, sin pudor ni disimulo, hasta la cabecera de la fila. «¿Pero tú sabes con quién estás hablando?», me contestó. «Presido un banco con sucursales en treinta países. Puedo quitar y poner gobiernos, echar a las familias de sus casas y mandarlas bajo un puente. ¿Y me vas a obligar a hacer cola?».

No me quedó más remedio que darle la razón y llamé a mi ayudante: «Lucifer, llévate a este señor y ponlo en la caldera de lux, que ha hecho méritos de sobra». Y todos los demás le abrieron paso admirados.

Microrrelato «Aún hay clases»,  Carmen Becerra, noviembre 2012.

Casa Doña Rosa

Estaciones de tren españolas. Renfe.

Un pequeño relato de Navidad. Algo atípico y con un poso de realidad detrás (como todos, ¿no?): 

CASA DOÑA ROSA. A la señora de la Renfe, como todos conocían familiarmente a Doña Rosa, no le gustaba que nadie pasara solo la Nochebuena. Decía que era la noche del año en que resultaba más triste no tener con quien brindar. Por eso, se plantaba en la estación de su pequeño pueblo castellano (estación de término para el tren) y se llevaba a todos los trabajadores a su casa, donde la esperaban sus niñas. Las niñas de Doña Rosa no eran sus hijas, pues aquella mujer no había sido madre ni conocido marido, aunque pretendientes nunca le faltaron. Si bien siempre tuvo claro que el negocio es el negocio, tantos años de trato con los mismos clientes la llevaron a compartir penas y alegrías con todos ellos, e incluso a dominar el argot y las rutinas del tren que les unía. Pese a su oficio, era una mujer de costumbres y tradiciones, y ella misma instauró alguna. Por ejemplo, en Nochebuena, todos compartían mesa pero no cama. Así fue durante los cuarenta años en que funcionó su establecimiento.

El 24 de diciembre de 1999, cuando se cumplía la primera Navidad en que faltaba Doña Rosa, medio centenar de ferroviarios (todos los que la habían sobrevivido) acudieron a la villa a celebrar la noche de Natividad más alegre y concurrida que se recuerda. También estuvieron presentes las antiguas chicas de la casa, pese a que muchas de ellas habían cambiado de vida y de menesteres hacía tiempo. Dicen que de allí salió la idea de pedir a la Red Nacional de Ferrocarriles Españoles que le otorgara una medalla póstuma, pues decían que no había en todo el país persona que conociera los trenes mejor que ella. La iniciativa no cuajó, pero aún hoy cualquier nuevo trabajador de ese trayecto sabe que, años atrás, ningún compañero pasaba solo la noche del 24. (Carmen Becerra, 2001).

El Chino también era un barrio

«El Chino» era el nombre por el que se conocía al barrio del Raval, en Barcelona, al que también se llamó distrito V. Ése, Districte V, es el título del libro que recoge los ganadores y finalistas del concurso de relatos con el mismo nombre. Lo ha publicado la editorial Montflorit, y son cuentos (micro y más extensos, unos en catalán y otros en castellano) inspirados en ese multiétnico lugar que es y ha sido siempre el Raval.Aunque no cobro derechos de autor : – ) os recomiendo el libro, porque hay relatos de mucha calidad. Lo podéis encontrar en librerías como Laie, La Central del Raval o Catalònia (al menos, se podía encontrar cuando se publicó, hace un tiempo, y cuando yo publiqué esta entrada en mi anterior blog, que ahora recupero en éste). Mi microcuento, Chan, os lo adelanto aquí, por si os apetece leerlo:

EL CHINO. Había una vez un chino llamado Chan que llegó a Barcelona en los años 50. Había aprendido español leyendo una edición bilingüe de El Quijote, así que su castellano era un poco arcaico, pero florido. Si sus padres no hubiesen muerto siendo él aún joven, jamás habría abandonado su mísero pueblo pues, como era costumbre, hubiese querido ocuparse de ellos en la vejez. Viéndose solo en el mundo, Chan cargó la vieja maleta de cartón familiar con pañuelos de colores, platos, varillas y otros útiles de magia. Se los había visto usar al mago del circo ambulante que recalaba cada dos años en la zona. Dedicó el largo viaje en barco a perfeccionar los trucos con los que esperaba ganarse la vida, teniendo a marinos y pasaje como público fiel. Arribaron a Barcelona una hermosa mañana de primavera, y alguien le aconsejó que se instalara cerca del puerto, “en el Barrio Chino”, le dijeron. Feliz ante la idea de encontrarse con compatriotas, aceptó gustoso, y buscó una pensión. Tampoco le fue difícil encontrar un lugar donde mostrar su arte, ya que el barrio –casi tan pobre como su villa natal, aunque mucho más alegre – era un hervidero de locales en los que ahogar las penas y apurar la vida.En su segunda noche de actuación, la conoció. Lola era una andaluza de rompe y rasga que entró de camarera en el local donde actuaba Chan. El arrojo que le faltaba a él fuera del escenario lo tenía todo ella, así que una semana más tarde el chino ya había hecho desaparecer la ropa de Lola. Y ella, también maga, había hecho desaparecer la virginidad del oriental.Con el tiempo, compraron el local, tuvieron hijos y fueron testigos de los primeros achaques propios y del compañero. Pese a ser chino y andaluza, el pa amb tomàquet nunca faltó en la carta, Chan tuvo carné del Barça y la Blanca Paloma y la Moreneta compartieron altar en la habitación de Lola. Mucho antes de eso, Chan le confesó a su mujer: “Creo que me he confundido. En este barrio no hay chinos, ¿verdad?”. Y mirándole a los ojos, Lola le contestó, “ninguna, excepto tú y el que ya viene en camino”. Y colorín colorado, este cuento (¿chino?) se ha acabado. (23.12.2008).

Para no tropezar, hay que mirar atrás

Más vale tarde que nunca. Ya sé que no es una gran frase de inicio. Pero es que el miedo al papel en blanco sólo se combate poniéndose a escribir, aunque se arranque con (otra expresión manida) un ‘lugar común’. Y es que la caja de texto vacía de un blog también puede ser terrorífica. La foto de esta entrada corresponde al libro «Más allá de la medida», que se presentó el pasado 13 de octubre en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Ni pude ir a la presentación, ni tampoco a recoger (casi un año antes) el certificado que me acreditaba como uno de los diez finalistas del certamen que motivó su publicación: el I concurso de microrrelatos del Museo de la Palabra.
Hubiera querido publicar esta nota cuando me comunicaron el fallo del jurado (queridos y escasos lectores de este blog, dejad que masajee un poco mi ego de narradora: se presentaron 3.682 microrrelatos) y no supe encontrar el momento. También me quedé con ganas de hacerlo cuando se editó el libro con los trabajos de los 160 finalistas. Y, volviendo al inicio de este post, como más vale tarde que nunca, aquí os dejo el enlace a «Más allá de la medida». Si tenéis curiosidad por leer mi cuento, está en la página 18.
En aquellas diez líneas, di forma literaria a un miedo real que sentía cuando, de pequeña, en la época pre-contenedores (¿la recordáis?) había que bajar la basura a la puerta de noche, antes de que pasara el camión de recogida. Mi imaginación infantil me hacía pensar que, si no corría lo suficiente, el hombre malvado que esperaba agazapado en el descansillo acabaría con mi vida de un certero disparo (sí, ya sé, los preescolares no deberían ver películas de gánsters, pero me pirraba el cine negro americano).El relato acaba con mi certeza de que, para erradicar mis miedos (ése, otros, todos), no quedaba otra que girar la cabeza y enfrentarme a la realidad: que yo era la única responsable y creadora de mis pavores, y que huir no era la solución.
Cuando envié el micro, aún no me había dado la vuelta. Nos han enseñado que los tropezones se evitan mirando por dónde andamos. Por fin he descubierto que, antes de iniciar el camino, hay que volver la vista atrás. Porque el pánico paraliza (o te hace correr sin sentar los pies firmes sobre el suelo). Últimamente me ha dado por inspeccionar rincones oscuros y quiero compartir mi descubrimiento: si tú no los pones ahí, los francotiradores eligen la escalera de otro para practicar puntería. Así que ya no me quedan excusas para seguir caminando. Esta vez, tranquila y confiada. (Esta entrada se publicó el 21 de enero de 2011 en mi primer y difunto blog, que murió por mi impericia con las contraseñas y por el kafkiana formulario de recuperación de acesso de blogger. Descanse en paz).