Desde hace unos minutos, tengo 42 años. Esta vez no es ninguna cifra significativa. No supone un cambio de década, y tampoco anuncia ninguna diferencia en cuanto a cuestiones legales: hace tiempo que me puedo casar -de hecho ya lo estoy -que puedo conducir -aunque no lo hago -, que si quemo una papelera y me pillan pago yo la multa y no mis padres -tranquilos, no lo tengo en mente-, etc.
Aun sin ánimo de ponerme trascendente, lo que siento es que, pese a la relativa irrelevancia de cumplir 42 (y no poder apuntarse a una euforia: la de los 18, la de los 20…; ni a una crisis: la de los 40, la de los 50…) cada año cuenta. Es una nueva oportunidad de hacer cosas, por nosotros y por los demás. De ir tachando apuntes de las listas de sueños u objetivos vitales (ya he ido aquí, ya he hecho esto, ya he dicho aquello que llevaba demasiado tiempo guardando…).
Y como 365 días pasan volando, saco mi lista ya y a ver cuantas marcas de «hecho» puedo contar de aquí al 23 de enero de 2015. Eso sí: sin perder de vista que, entre objetivo y objetivo, lo que de verdad importa es disfrutar del camino.