À la ville de…

El año en que nació mi hija, se cumplían 20 desde que Samaranch pronunció aquello de «À la ville de…». Lo recuerdo como si fuera hoy: volvíamos del instituto y alguien lo gritó por la calle, contagiándonos de la euforia colectiva.

Quién me iba a decir entonces que dos década después, llegaría a mi vida un cambio tan radical como el que supuso para Barcelona, y el país entero, la designación de la ciudad como sede de los Juegos Olímpicos.

Porque eso es lo que sucede con la maternidad: que al día siguiente de parir, eres la misma, pero también radicalmente distinta. Nos pasa a todas, y en todas es igual, al tiempo que totalmente diferente.

Para cada madre la llegada de un hijo es algo tan potente que siente que sucede por primera vez en el mundo. Aunque en esas mismas 24 horas esté compartiendo experiencia con 270.000 mujeres repartidas por todo el planeta.

Ese trance que sacude nuestras vidas nos inyecta un chute de amor, pero también de responsabilidad y -de eso no te suelen avisar -de miedo.

Aún recuerdo las primeras noches en las que me sentaba en una mecedora (que fue de mi abuela) a darle el pecho a Sara en el comedor. Poco antes, habíamos sabido que los bajos de nuestro edificio (antiguo, trotado y fruto de la salvaje especulación de los años 60 y 70) estaban en un precario estado de conservación. Nada alarmante, excepto para una madre reciente que, con su bebé en brazos, mal soñaba que el suelo se abría bajo ella y caían al sótano mecedora, madre e hija.

Un nacimiento también trae consigo una agudización de los sentidos. Aunque siempre hubieses dormido toda la noche como un lirón, de repente la niña llora (miento: pone los labios en posición de arrancar el llanto) y tú ya estás dando un bote de la cama.

Y un día (¡¿tan pronto?!) tu hija cumple 16 años (en este caso, el 18 de agosto) y sabes que, más pronto que tarde, el sonido que te impulsará a saltar del somier y respirar aliviada será escuchar la llave girar en la puerta de la calle, y a tu hija intentando no despertarte al volver de pasar la noche de fiesta con sus amigas (y amigos).

Sara, sigo aterrada y alerta, pero también feliz y orgullosa de la persona tan fantástica que eres. Y, como si fuera ayer, recuerdo que lo tuyo fue tan grande que me vinieron ganas de gritar «À la ville de… Santa Coloma!». Felicidades, mi amor.

5 cosas que he aprendido este 2016

david-cunaSí, sólo cinco. En realidad, no está tan mal. Hay quien pasa por su vida (algunas muy largas) sin aprender demasiadas más. Mi aprendizaje tiene que ver con algo fantástico que nos ha pasado este año que acaba: el nacimiento de David, nuestro segundo hijo. Así que algunas, más que aprendidas, son recordadas, pues ya ocurrieron, con no demasiadas diferencias, cuando nació Sara. Vamos a ello:

  • Estar embarazada es maravilloso… a ratos: sí, es muy especial traer nuevas vidas a este mundo. Sí, hay momentos muy emocionantes. Sí, no cambiarías ser madre por ninguna otra experiencia. Lo que sí cambiarías por casi cualquier otra cosa son las varices, los dolores de espalda, el jarabe asqueroso de la prueba de la glucosa, la ansiedad porque algo pueda torcerse, los dolores de parto… Así que nada de mitificarlo.
  • La mano izquierda es útil: y más hábil de lo que los diestros solemos suponerle. De eso te das cuenta cuando tienes que preparar el biberón con una mano mientras sujetas en brazos a tu bebé con la otra para que no te la líe.
  • Los amaneceres desde la ventana de tu casa tienen su aquel: sí, ya lo sé, no es lo mismo que verlos desde el Café del Mar, pero cuando te levantas legañosa a las 6 de la mañana para dar el pecho, te agarras a la recompensa de ver salir el sol como a un clavo ardiendo.
  • Posees superoído: sí, es uno de los superpoderes de madres recién paridas. No hace falta ni que empiece a llorar, lo escuchas hasta sin walkie talkies desde dos habitaciones más allá. Y no es un poder compartido. El padre de la criatura (y la hermana) suelen dormir a pierna suelta pese a los berreos.
  • Tiempo para ti, ¿y eso qué dices que es?: aun siendo el segundo hijo, una vuelve a pensar las mismas tonterías, tipo «durante la baja podré sacar tiempo para leer, escribir…» y hacer esas cosas que cuando trabajas fuera de casa a menudo tienes que aparcar. ¿Que si lo he conseguido? Bueno, en 2015 escribí un post mensual y casi 30.000 personas visitaron este blog. En 2016 no sé cuántas visitas he tenido, pero sí sé que este es el primer artículo que escribo en 2016. Rozando el larguero…

Mis propósitos para 2016 empiezan con saber agradecer lo bueno de 2016, echarse lo malo a la espalda y seguir luchando por mi gente sin olvidar mis sueños. Para atrás, ni para coger impulso ¡Feliz 2017 a todos!

Frases de niños (Lo que aprendo de Sara, VI)

Huevos-polloSoy partidaria de hablar siempre con claridad a los niños y no mentirles. Eso sí, adaptando los temas a su edad e intentando no traumatizarlos (no sé, si les hablas de la muerte, por ejemplo, no hace falta que les expliques que todos acabamos llenos de gusanos, como los cadáveres de Bones o de CSI). Sin embargo, tanta sinceridad a veces me pone en auténticos aprietos.

Por ejemplo, mi hija sabe que todo el mundo acaba muriendo. Que es algo que forma parte de la vida y que normalmente pasa a la gente que ya es muy mayor. Pues el otro día, con sus 6 añitos, me dice: «Mamá, yo no quiero morirme nunca, me da escalofríos pensar en la muerte». Le expliqué que para eso falta mucho tiempo, y que no es algo en lo que haya que estar pensando de continuo. Por suerte, en seguida pasó a otro tema y no le he notado el más mínimo signo de tristeza o miedo. Es tan feliz como siempre. Pero sí, tenían razón cuando me decían en la guardería que ya era evidente que era una niña muy reflexiva…

El otro día, no sé cómo, acabamos hablando de los huevos de galina. Ella me decía que qué pena comérselos porque impedías que naciese un pollito. Le expliqué que no es así, que los huevos que comemos no están fecundados, que nunca ha habido posibilidad de que de ahí saliera un pollito. Que son como los huevos («diferentes, más pequeños») que tenemos las mujeres, y que sólo si el papá y la mamá han hecho el amor (menos mal que ahí no me pidió detalles…) cuando el huevo estaba listo, nace un bebé, como pasó con ella. Pero que no es fácil, que pasa pocas veces. Y ahí me dice: «Qué interesante… Entonces, yo estuve a punto de desaparecer, ¿verdad?» A partir de ahora, me voy a limitar a comenta con ella los capítulos de Bob Esponja…

La espera: Amor de madre

Pocas obras de teatro he visto que reflejen tan bien como «L’espera», de Remo Binosi, qué es y qué puede llevar a hacer lo que denominamos amor de madre. Además, La esperaObra de teatro La espera habla del motor que el amor, en general, supone en la vida de las personas. Como puede cambiarlo todo.

En la obra del autor italiano, ambientada en el siglo XVIII, tres mujeres muy distintas, dos de ellas embarazadas, se ven obligadas a compartir un encierro de varios meses, mientras aguardan a que la de clase social alta (una joven condesa) dé a luz a un hijo ilegítimo (de ahí su reclusión, para no frustar su boda con un duque). La acompañan una joven criada encinta y el aya de la condesa, una mujer mayor resignada (qué remedio) a su condición y a la vida solitaria que le ha tocado en suerte.

Las dos mujeres jóvenes, que al principio ni siquiera se respetan (se malsoportan) acaban enamorándose, y compartiendo el amor por los hijos que esperan, aunque ninguno de ellos ha sido buscado. No desvelaré más, porque ojalá mucha gente vea aún esta magnífica obra (maravillosas las tres actrices, Marta Marco, Isabel Rocatti y Clara Segura, y estupendo el trabajo de dirección de Juan Carlos Martel). Sólo añadir que hay pasión, entrega, traición… Y que me ha sorprendido leer que el autor (fallecido hace unos años, con poco más de 50) la escribió mientras su esposa estaba embarazada. Remueve tantas cosas este drama que yo creo que habría estado tocando madera continuamente para conjurar el mal fario si hubiese creado una historia así durante mi propia espera. Aunque quizá al escribir también hizo eso: alejar los miedos (que todos tenemos en un momento así) de su vida real y traspasárselos a sus criaturas de ficción. Por cierto, he ido a ver la obra al Teatre Sagarra con mi madre. Espero que mi hija también me considere buena compañera de platea dentro de unos años.

«Los hijos no son nuestros: cada uno se pertenece solo a sí mismo»

Con los hijos es fácil tener la tentación de creer que son de nuestra propiedad. Sonará un poco ñoño, pero a menudo agradezco (a la diosa fortuna, o a quién corresponda) el tener una hija sana y que me da muchas alegrías. Ayer, cuando pronuncié una vez más el «gracias por MI hija» se me vino a la cabeza el título de este post.

Creo que es un error confundir propiedad con responsabilidad. Tenemos la responsabilidad de quererlos, cuidarlos y educarlos lo mejor posible. Pero eso no nos da derecho a esperar que sean como queremos que sean, ni a que se comporten siempre a nuestro gusto. Una de las cosas más difícil al educarlos es ponerlos en el buen camino sin ahogar su crecimiento. Dejar que aprendan a tomar sus propias decisiones, que se equivoquen (sin error no hay aprendizaje; sin algún fracaso previo no se llega al éxito), que crezcan, no sólo en el sentido literal de la palabra.

No es fácil. Se puede caer en la sobreprotección, en volcar en ellos las expectativas no cumplidas que teníamos para nosotros mismos, en pedirles más de lo que nos pueden dar, en no respetar que sean diferentes a nosotros o a lo que esperábamos de ellos… Pero, como todos los retos difíciles, también es apasionante. Y cuando ves que no lo estás haciendo mal del todo, hay pocos logros que proporcionen mayor alegría. Claro que el aprobado nos lo tendrán que dar ellos dentro de unos años…

La mala fama de las suegras

Imagen de la película La madre del novioEn el libro «Suite Française», de Irène Némirovsky, un personaje se compadece de un joven soldado alemán. Éste soldado explica que toda su familia falleció en un bombardeo, rematando con un aclaración: «Murieron todos menos mi suegra. ¡Nunca he tenido suerte!».  Pobres suegras, la tradición popular las hace acreedoras de todos los males, a poca distancia de las otras grandes malvadas: las madrastras.

Hay experiencias para todo, claro. La mía es muy buena. Mi suegra era un mujer estupenda, que no se entrometía nunca y que, si creía que yo tenía razón en algo, se ponía de mi parte en lugar de ponerse de parte de su hijo (de lo que él se quejaba, pero más en broma que en serio, porque no tenía ninguna duda de cuánto le quería su madre). También mi marido está contento con su suegra. Tanto, que a menudo me advierte que si algún día nos separamos, piensa seguir viniendo los domingos a casa de mis padres a comer paella.

Es el problema de las generalizaciones. Las suegras sólo tienen algo seguro en común: son madres y tienen un hijo o una hija casado. Ese estatus compartido las pone en situaciones similares (el noviazgo de los hijos, la boda o el irse a vivir juntos, la llegada de nietos…), ante las que algunas respondrán a gusto del yerno o la nuera y otras no. Vamos, como pasa con padres, madres, tías, cuñados… O jefes, otro de esos colectivos de «personas en una misma situación» (en este caso, la de mandar) que no tienen porqué ser iguales ni reaccionar del mismo modo, aunque muchos tendamos a igualarlos. Qué sería sino de los tópicos. Y de los chistes…

No quiero convertirme en una iaioflauta

Me ha hecho mucha gracia esta denominación que se han otorgado un grupo de personas mayores, que han ‘ocupado’ esta tarde una entidad bancaria de Passeig de Gràcia, en Barcelona. Me ha parecido divertida (iaio, de abuelo en catalán, combinado con flauta, al modo de los ‘perroflautas’) y un buen homenaje a los miles de indignados a los que algunos han llamado perroflautas despectivamente.

Comprendo que estén indignados. Lucharon mucho para que sus hijos tuvieran una vida mejor, menos dura, que la suya y, como ellos dicen, ahora temen por la vida que pueda esperarles a sus nietos. Si las cosas no cambian, muchos miembros de nuestra generación (la que está o ronda los 40) no podremos dejarles una vivienda en herencia a nuestros hijos (con suerte, no heredarán la hipoteca).

No es que lo material sea lo más importante que unos padres pueden dejarle a unos hijos. Por delante están una buena educación, un buen ejemplo de vida, mucho cariño y apoyo… Pero también es verdad que no es lo mismo partir de cero a que te encuentres al menos un trozo del camino despejado. Y también muchos queremos que cuando sean mayores vivan una temporada en el extranjero, pero por gusto, por afán de superación y curiosidad, no porque en su tierra sea imposible que encuentren un trabajo digno.

Vamos, que espero que la situación se enderece para no pasar en unas décadas de indignada mamaflauta a indignada iaiaflauta. En fin, que me pongo de mal humor, y había empezado con una sonrisa pensando en la marcha de estos iaios.

Padres sin complejo de culpa: el colecho

Cuando no tenía aún a mi hija, algunas madres me confesaban que su hijo (alguno de hasta 5 años) dormía con ellas. Y yo, que conocía algún caso en el que el método Estivill había hecho milagros, les preguntaba si no lo vivían como un engorro, con los padres durmiendo separados o todos apiñados en una cama para dos personas. La respuesta, creo recordar, fue que seguro que llegaría un momento en que el niño sería quien no querría dormir con ellos. Que mientras, ya les iba bien así.

Inocente de mí, yo pensaba que lograría evitar el colecho forzado. Al principio, lo conseguimos, aunque había que ir alguna vez durante la noche a calmar a Sara hasta que se volvía a dormir en su cuna. Pero llegó el momento en que la pasamos a una cama baja, y claro, podía escaparse a la nuestra cuando se despertaba. Hartos de acarrearla de una habitación a otra, durante un tiempo la dejamos dormir en la nuestra.

Ahora estamos en la fase de que empieza la noche en la suya y la suele terminar en la de sus padres. En fin, que nos vamos adaptando a las circunstancias. Y no somos los únicos. Cuando hablas con la mayoría de familias, muchas están en la misma situación o parecida. Yo hace tiempo que decidí no hacer un drama de ello. De hecho, es algo cultural. Un amigo de Ecuador, cuando supo que aquí los bebés no dormían con sus padres, nos dijo que ahora entendía porqué necesitaban llevar chupete (allí no suelen usarlo). ¡Pobrecitos!, fue su expresión.

Para los que todavía se sientan culpables o acomplejados por no haber podido con el método Estivill, recomiendo este vídeo de Carlos González. Fuera culpa. Viva la naturalidad.

El concepto ‘tiempo’ y los niños

Una de las cosas que más les cuesta a los niños es ubicar el tema ‘tiempo’. Hoy hemos visitado el foro romano en Tarragona (impresionante). Le hemos explicado a Sara (a la que, como a todos los niños de 5 años, le cuesta entender lo de «lo haremos mañana» o «pasó hace una semana») que allí vivieron hace siglos los romanos. Al señalarle que eran tan avanzados que ya habían construido alcantarillado, nos ha dicho, tapándose la nariz: «Sí, se nota que aquí hacían pipi los romanos, porque hace una peste…». Para mí que era más cuestión de los gatos que rondan por allí, o de un ‘meón’ callejero contemporáneo nuestro, pero la risa no me ha dejado explicárselo… Estad atentos, habrá más : – )

Lo que aprendo de Sara

Ésta es una entrada de consumo familiar o, al menos, sólo apta para fans de frases de niños. Aquí va una selección de algunas de las veces que mi hija (ahora tiene 5 años recién cumplidos, pero habla como un loro desde los 2) me ha dejado con la boca abierta. Y es que eso de que tus hijos te pueden enseñar tanto o más que tú a ellos, es bien cierto. Ahí van algunas de sus perlas:

– Tendría unos 3 años. Le dije que íbamos a la iglesia a ponerle una vela a su abuela Teresa. Su respuesta: «Mama, si le llevamos la vela, ¿donde está el pastel de cumpleaños?». Moraleja: las velas, las celebraciones y los homenajes, mejor en vida.

– Con casi 4, su abuela Carmen le prohibió que lavara ropa en el bidé (para que no lo pusiera todo perdido) y su reacción fue decirle: «¡Yaya, has destruido mi vida!». Moraleja: A veces hay que dar un golpe encima de la mesa, ¡qué narices!

– Con 4 y medio. Una de sus mejores amigas le tiró a la papelera un palo que ella había cogido en el parque. Se enfadó mucho, y discutieron. Su amiga le dijo que al día siguiente, en el cole, no le iba a hablar. Sara contestó: «Pero si mañana ya ni te acordarás de esto…». Moraleja: no hay que darle a las cosas más importancia de la que tienen.

To be continued…